Filósofo, historiador del arte y profesor en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, Georges Didi-Huberman es uno de los pensadores más destacados actualmente. Su obra se centra en una interrogación constante acerca del poder de las imágenes en el mundo contemporáneo. Es autor de una cincuentena de ensayos, entre los que se encuentran La invención de la histeria (1982), Lo que vemos, lo que nos mira (1997), Imágenes pese a todo: memoria visual del holocausto (2004), Venus rajada: desnudez, sueño, crueldad (2005), Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2014).
Con la exposición Sublevaciones que presentó en el MUAC continúa con temas centrales en su pensamiento, como las emociones colectivas y los acontecimientos políticos en tanto que suponen movimientos de masas en lucha, que le permiten plantear la pregunta de la representación de los pueblos.
Melina Balcázar: Quisiera comenzar esta conversación con una frase tuya en La imagen sobreviviente: “Los libros los dedicamos a menudo a los muertos.” Me parece que tal es el caso de varios de tus libros.
Georges Didi-Huberman: Es una vasta cuestión, sobre la que podríamos hacer toda la entrevista. Existe una relación muy profunda entre escritura y muerte, porque la escritura sobrevive a quien escribe y a aquellos a los que se refiere. Y, de cierta manera, cuando escribes lo haces como si pronto fueras a morir o más bien como si ya estuvieras muerto. A menudo, escribir es hacer un elogio fúnebre o más exactamente una lamentación fúnebre, lo cual es diferente. Escribir es lamentarse por la muerte de alguien o algo. Por ejemplo, el libro sobre el gran psicoanalista que fue Pierre Fédida, Gestos de aire y de piedra, es justamente eso: una manera de dirigirse a los muertos. La base de ese libro fue el elogio fúnebre que pronuncié en el cementerio, a petición de su hijo. Es un amigo que nunca me ha dejado, pienso en él con frecuencia.
Por eso, mi nombre de escritor, Didi-Huberman, no corresponde a mi nombre patronímico. Mi apellido paterno es Didi. Cuando murió mi madre, tenía yo quince o dieciséis años, decidí que llevaría su nombre cuando comenzaría a escribir. Esto explica por qué nunca he dedicado mis libros, pues cada uno se dirige primero a ella, mi madre muerta, pero también, de manera más amplia, –ya que escribir solo por tus historias personales no tiene mucho interés– está dedicado a los muertos que nos han precedido. En mi caso, se trata de mi abuelo, de toda mi familia que murió en Auschwitz. ¿Por qué yo estoy aquí y ellos no? Solo unos cuantos años de distancia separan su muerte en 1944 y mi nacimiento, en 1953. Detrás de la escritura, está el gran número de muertos que nos preceden y a los que dirigimos nuestras palabras.
En la serie de libros en torno al “ojo de la historia” que publicas desde 2009, el problema del duelo también está presente, como si éste permitiera mirar de otra manera la historia.
El ojo de la historia sería el duelo que hacemos, es de cierta manera encarnar ese duelo y transformarlo. La operación fundamental en mi escritura es precisamente esa, aunque en el fondo me parece que lo es en toda escritura. No por nada me he interesado desde hace muchos años en las lamentaciones, en las maneras en que se lleva un duelo. En un momento dado, me di cuenta de que cuando observamos bien las lamentaciones antiguas o contemporáneas, vemos cómo abren hacia una especie de energía vital extraordinaria. Tal es el caso en El acorazado Potemkin, donde una lamentación se convierte en una revolución. Entonces pienso, a través de Eisenstein, que el duelo en ciertas condiciones es algo completamente diferente del abatimiento, es algo que va hacia una sublevación y creo que en México esto es de inmediato comprensible.
Para volver a Pierre Fédida, al inicio del catálogo de la exposición Sublevaciones –que trata justamente de levantamientos, de manifestaciones políticas– cito un caso que observó y que, en un inicio, no tiene nada que ver con la política: cuenta cómo dos niñas pequeñas que perdieron a su madre transforman la muerte en un verdadero juego, en una coreografía que pone en escena vida y muerte mediante una sábana que primero es mortaja y termina convirtiéndose en vestido, casa, bandera izada en la cima de un árbol… antes de que acabe desgarrada en risas, en un baile desenfrenado durante el que dan muerte a un conejo de peluche. Fédida termina su relato con una frase increíble: “El duelo pone al mundo en movimiento.” Su historia me perturbó pues cuestionaba la percepción que tenía de mis propios duelos, que veía solo como tristeza, abatimiento. Creía que con el duelo todo se detenía, pero no, al contrario, el mundo puede ponerse en movimiento si sabemos cómo hacerlo. Desde luego, siempre podemos tener un duelo patológico y hundirnos. Pero, como te lo decía antes, la muerte puede traer consigo también el deseo de escribir, como ocurrió conmigo. Escribir es justamente la facultad de saber servirse de su propio duelo.
Has dedicado varios de tus libros a escritores –Bertolt Brecht, Victor Hugo, Henri Michaux–. Parecería que la literatura, o más bien lo poético, te es necesario al momento de pensar lo político.
Primeramente, debo decir que mi relación con lo político no es evidente. Cuando era joven, no participé en las luchas de mayo de 1968, como lo hicieron todos mis compañeros de escuela. De hecho, he manifestado muy poco en las calles y firmo raras veces peticiones. Lo político me es muy importante y me interpela permanentemente, pero persiste en él algo con lo que no me siento muy a gusto. De ahí la distinción que intenté establecer en el libro sobre Brecht [Cuando las imágenes toman posición] entre tomar partido y tomar posición. Si uno toma partido significa que acepta lo que dice el partido, que evolucionará al interior de la palabra del partido, es decir, que se asume una consigna colectiva, lo cual es comprensible –no lo estoy criticando– porque no podemos tener cada uno nuestra propia consigna. Pero es también algo complicado cuando vemos lo que pasó con Brecht quien escribió que Stalin tuvo razón de llevar a cabo sus purgas y que, debido a esas mismas purgas, perdió a su mejor amigo. Otro ejemplo interesante sería el de Merleau-Ponty y Sartre, cuando se distanciaron a pesar de que eran muy amigos. El desacuerdo fue por una cuestión de ese tipo: Merleau-Ponty se rehusaba a tomar partido y Sartre insistía en que debía hacerlo. Ante la negativa firme de Merleau-Ponty, Sartre le dijo: “has dejado de hacer política”. Pero Sartre se equivocaba, porque Merleau-Ponty hacía una política de posición y no de partido. Así, tomar posición implica no dejar que una consigna –un lenguaje que no es tuyo– te aliene, ya que toda toma de partido es obedecer un lenguaje. Por el contrario, tomar posición es poner en desorden el lenguaje e inventar uno nuevo para esta posición que se está creando. Por ello, lo poético se encuentra en la vanguardia de lo político, le da su horizonte real, auténtico, ya que al inventar nuevas palabras o más bien nuevas frases –pues las palabras nunca son nuevas– todo cobra una nueva significación. Habría que frasear de otra manera. O bien, ya que estamos hablando de una exposición, debe pasar por una especie de explosión de imágenes. Pienso por ejemplo en los surrealistas, en cuyas obras surgían las imágenes como fuegos artificiales y que hicieron que Walter Benjamin hablara de una “política poética”, en el magnífico artículo que les dedicó. Me parece que hoy en la obra de Francis Alÿs encontramos esta política poética.
El título y el cartel mismo de la exposición Sublevaciones ponen énfasis en el gesto físico de levantarse políticamente. ¿Por qué te centras en los gestos al abordar la política?
México es un país con una tradición política tal que me gustaría insistir en la modestia de lo que propongo. Soy el primero en reconocer que lo que cuenta en la política son los actos y la acción, pero lo que en efecto me interesa son los gestos. En Francia, si se le hubiera pedido a Alain Badiou que hiciera una exposición, habría partido de premisas muy distintas, ya que cree saber lo que es la política y que basta con buscar aplicaciones de su teoría. Para mí, es exactamente lo contrario, soy un empirista y sobre todo alguien que no pretende tener una teoría de la acción. Parto más bien de una antropología política, lo cual es por completo diferente. Por eso me gusta Pasolini, por eso mi referencia es Aby Warburg y alguien que no sé si es muy leído en México, el gran antropólogo italiano Ernesto de Martino, que realizó una investigación extraordinaria sobre los gestos de lamentación en la zona del Mediterráneo y que por cierto Pasolini conocía bien. Por eso me dirijo hacia un tema a partir de gestos humanos, que tienen una muy larga memoria.
Cuando presenté esta exposición en París, el año pasado, hubo unas críticas muy curiosas, me decían “si usted muestra esos gestos con tanto énfasis quiere decir que su referencia es el pasado y que es usted un reaccionario”. Ahí justamente se encuentra el problema, cuando se ve la larga historia de los gestos como algo nostálgico, reaccionario, pasadista, ya que se deja pasar lo más importante. Me da mucho gusto que la exposición se presente en México, porque estoy seguro de que, aunque habrá objeciones, y no tengo problema con ello, no serán de este tipo. Nadie me reprochará que muestre estos gestos. Pues, ¿qué fue lo que Eisenstein aprendió cuando fue a México? Justamente aprendió que para hacer una revolución, se necesita mucha memoria. Se dio cuenta de que hay que exponerse incluso a la regresión, que debe irse hacia algo muy arcaico, y lo dijo él mismo ante los comités estalinistas, arriesgando su vida al afirmarlo. Lo que más admiraba en México es que coexistían la vanguardia revolucionaria y lo más antiguo, como el fondo de un volcán. Soy más cercano a este tipo de pensamiento.
¿Por qué en estos tiempos en los que el populismo ha tomado tanta fuerza sigues utilizando la palabra “pueblo” en varios de tus libros?
Creo que la tarea de alguien que escribe es dar a las palabras un sentido que el conformismo ha hecho que se pierda, ya que siempre busca un empobrecimiento de su sentido, al transformar las palabras en consignas, lo cual resulta insoportable. Nuestro papel es hacer que el lenguaje mismo resista. La palabra “pueblo” no tiene nada de inmundo, no es una palabra fascista. Se vuelve fascista cuando olvidamos ponerla en plural, lo cual es fundamental para no pensar el pueblo como un conjunto. Y si la conservo es porque nos ha sido robada por los movimientos de extrema derecha. En alemán, es muy difícil decir “völkisch” [del alemán: volk, “nación”, “pueblo” en el sentido étnico], porque Goebbels le robó esta palabra a la lengua alemana.
Otra noción que es central en tu escritura es la de montaje, que permite pensar el tiempo como una “explosión de la cronología”. ¿Esta “dislocación y recomposición” que constituye el montaje tendría una relación con lo “impuro”, que tratas por ejemplo en tu último libro sobre los migrantes[1]?
Como está en el famoso título de Kant, Crítica de la razón pura, esta palabra se encuentra en casi toda la literatura filosófica. Para mí, “puro” no corresponde a nada, nunca he visto nada puro en mi vida. La pureza me parece algo en extremo sospechoso. Para decirlo de manera breve y, con respecto a tu referencia a mi breve libro sobre los migrantes, existe una oposición esencial entre una antropología de la fundación y una antropología de la migración. Es algo que se observa claramente en el interés de Heidegger por la obra de arte: si le interesaba era porque creía que estaba fundada, es decir, que hay algo en su fondo que es puro, autóctono. De ahí que, según él, no pudiera existir un arte gitano o judío, sino solo uno de arraigo, como le parecía era el arte griego antiguo. Creía que los griegos eran autóctonos pero se equivocaba por completo. No hay fundación, nada está arraigado (las raíces son de hecho más complejas que la idea que nos hacemos de ellas). Otra lección que podríamos tomar de Warburg es que no hay imágenes autóctonas: toda imagen es un cruce de migración, incluso la imagen del renacimiento florentino. Por eso, he adoptado el ángulo de la migración y de lo impuro. El montaje es un ejemplo muy interesante de todo esto, ya que cuando hacemos un montaje lo hacemos con cosas heterogéneas, no montamos lo mismo con lo mismo. Toda exposición es el montaje de un montaje pues toda imagen es un montaje. No hay imágenes puras. Y esto es lo que me interesa en la exposición en México: tengo imágenes que llegan de Europa al MUAC y, al mismo tiempo, tengo nuevas imágenes aquí, que he escogido con el equipo del museo, muchos documentos relativos a la revolución mexicana, a los diferentes movimientos de contestación, periódicos, carteles… El montaje será completamente nuevo para poder dar cuenta de los ecos, respuestas y diferencias entre obras provenientes de horizontes diversos.
Me parece que has logrado mostrar en tus escritos el potencial político de la emoción y, en particular, del pathos. De ahí tal vez la crítica que has hecho a Barthes sobre su comprensión de lo patético en Pueblos en lágrimas, pueblos en armas.
Se trata aquí también de una cuestión de valor de uso. Por ejemplo, si pensamos en las telenovelas que desbordan de pathos, te das cuenta de que están hechas para volverte idiota. Hay una economía comercial del pathos que tiene como consecuencia anestesiar a los espectadores. Eso era lo que criticaba Barthes y no estaba del todo equivocado. El problema es que generalizó demasiado, o más bien sus discípulos, provocando que el pathos se encuentre hoy completamente desvalorizado. Pero también encontramos en esta resistencia algo muy antiguo, como cuando Darwin en su libro sobre las emociones nos dice que los niños, las mujeres y los locos lloran, pero nunca los hombres ingleses cultos. Sin embargo, se trata de una palabra magnífica, propia de la tragedia griega. Mi trabajo ha consistido en dar de nuevo un valor de uso a una palabra a la que se le había negado. Lo cual se traduce en una búsqueda de situaciones en las que el pathos tiene un potencial de justicia, pues no solo se reduce a lamentarse. Warburg pensó el concepto de “fórmula de pathos” [pathosformel], que es de una riqueza extraordinaria, ya que muestra la relación entre pathos y forma, es decir, la forma que cobran los cuerpos humanos a través de gestos, o las formas en general (un cuadro abstracto puede ser de un extremo patetismo). He intentado revalorizar un pathos que no es alienación, sino que da la posibilidad de emanciparse, de cambiar el curso de las cosas. Por eso, no me sorprende que la lengua en la que más se me ha traducido sea el español –y se me ha traducido muy bien, contrariamente al inglés en la que se me traduce menos y mal–. Tengo la impresión de que en Estados Unidos se niegan a entender el valor del pathos.
Citas con frecuencia una frase de Deleuze, “la emoción no dice yo”. ¿Sería a partir de este ángulo que te parece criticable la posición de Barthes en su Diario de duelo, como me parece haces en este mismo libro?
No, no critico a Barthes. Es uno de mis maestros. Y sobre todo no podría criticar ese texto magnífico que es El diario de duelo. Lo que tal vez critico en él es que haya pensado la emoción desde la perspectiva de un yo que se encierra en sí mismo: solo yo puedo entender esta emoción, nadie podrá entenderme, estoy solo con lo que siento… Creo que esta postura es muy occidental y tiene sus limitaciones. Está ligada a esta moda literaria de gente que se cuenta a ella misma, que narra todo lo que le ocurre como si fuera central. Aunque todo parte de nosotros, de nuestras experiencias –no podemos pretender a ninguna objetividad–, nuestro yo no debe ser el centro de todo. Pues no somos sino sujetos divididos, hechos de fragmentos dispersos. La emoción no puede detenerse en el yo. Como decía Deleuze –citando por cierto a Blanchot– es más interesante “él o ella llora” que “yo lloro”. Así que es muy difícil mantener la singularidad sin caer en el exceso de la puesta en escena del yo, de una cierta heroización. Pero no somos el centro de nuestro mundo, y no debemos olvidarlo.
[1] Passer, quoi qu’il en coûte [Pasar a costa de todo], 2017 (con la poeta griega Niki Giannari).